Emma, la pequeña Ma, de cara pecosa y grandes ojos verdes se enamoró de Paul en el momento justo en que éste abrió la puerta de la tienda de relojes. El Señor James sabía exactamente lo que iba a pasar y le dijo a su pequeña Ma que bajara al sótano a por unas cajas, pero ella se resistió a abandonar su puesto detrás del mostrador. Paul se acercó y le entregó un pequeño reloj de bolsillo que había pertenecido a su padre y que había sufrido un breve percance en un río africano. Pocas horas después, Paul pasó a recoger a Emma y los dos almorzaron en un restaurante cercano, donde Ma había llevado a sus múltiples intentos de pareja durante los últimos años. El camarero, un hombre de calvicie avanzada, se acercó a la mesa, <¿Lo mismo de siempre, Emma?> preguntó. Ella asintió. <¿Y usted, caballero?>,
Paul se lanzó a la aventura de recorrer el mapa terráqueo, de cabo a rabo, como periodista de una importante revista de viajes. Esa locura que habitaba la mente del irlandés terminó con el aguante de Emma, que se largo después de explicarle a su compañero las lógicas razones que le llevaban al exilio. Un exilio que en pocos días terminó con las energías de Paul. Nada pudo hacer para que ella volviera, Emma no había tomado la decisión precipitadamente, la soledad prolongada le hizo dar el paso. Paul nunca pensó que sus ausencias tuvieran ese efecto en la pequeña Ma, ella nunca accedió a viajar con él, siempre alegaba que no debía interceder en su trabajo, nunca le dejó ver el lado amargo; así era Emma, yla despedida fue tan rápida como su llegada. Paul oscureció, si es que ese adjetivo puede darse a una persona.
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